Los pensilvenses vistos por Bernardo Ospina

Quiero compartir con los lectores de este Blog un artículo, a mi juicio poco conocido, cuyo autor es Bernardo Ospina Cardona. El texto, titulado Gesta de un Pueblo fue publicado en el libro Memoria del Cincuentenario de la llegada de los Hermanos Cristianos y las Hermanas de La Presentación a Pensilvania (José Néstor Valencia Zuluaga, Editorial Bedout, Medellín, 1956, págs. 134 – 136).

Bernardo Ospina Cardona nació en Pensilvania en 1908 y falleció en Bogotá en 2001. Sus primeros estudios los realizó en su pueblo natal con los Hermanos de La Salle y, posteriormente, se graduó en la Normal de Manizales. Laboró como maestro en Marquetalia, Samaná y Pensilvania. Más tarde ingresó a la rama judicial donde escaló diferentes cargos: escribiente, secretario y, por último, juez del Circuito de Pensilvania, puesto que desempeñó desde 1946, hasta su jubilación en 1960. Este hecho, el haber sido juez sin tener el título de abogado, muestra, además de su rectitud, las capacidades académicas e intelectuales que lo animaban. Lector incansable, autodidacta, versado en temas históricos, jurídicos, históricos y sociales. Prueba de estas cualidades y conocimientos es el artículo que transcribimos a continuación:

Gesta de un Pueblo

“Trescientos años han pasado desde la extinción del pueblo aborigen sobre las selvas que encierran los ríos Guarinó y Samaná, de sonoros nombres indígenas, cuando su silencio fue turbado segunda vez por la planta del hombre blanco. Pero no es ya el fiero conquistador que incendia y mata, sino el colono antioqueño, deseoso de mejores suelos para su empeño creador.

Esta ola de hombres se mueve a raíz de la guerra que encendiera y ganara el orgulloso general Mosquera en 1860. Son colonos que se desplazan de las poblaciones que demoran sobre el flanco occidental de la Cordillera Central: Salamina, Pácora, Aguadas y Sonsón.

Sobre la hoya hidrográfica donde se asienta Pensilvania, cayeron esos colosos del agro por las calendas de 1865. No vinieron a buscar vagancia, sino a domeñar las selvas, “vestidos todos de calzón de manta y de camisa de coleta cruda”; a pie limpio, como ellos decían por decir descalzo; llevando pendientes de su cuerpo recio el carriel de nutria y el machete bravo, a la espalda las provisiones de boca y de vestuario; y, como para la brega, “el hacha afilada en su mano empuñan”. Con este atalaje miran desde esta hoya a todos los horizontes y hacia todos se derraman, especialmente al oriente.

Grato es recordar los apellidos de estos primeros promotores: Agudelos, Arangos, Corteses, Cardonas (de lejano origen tudesco), Carvajales, Domínguez, Duques, Echeverris, Elejaldes, Escobares, Francos, Gavirias, Giles, Gutiérrez, Henaos, Jaramillos, Linces, Londoños, Martínez, Mejías, Ospinas (de Salamina), Ocampos, Patiños, Quinteros, Restrepos, Sánchez, Sepúlveda.

Casi todos estos hombres eran de tez morena, como de nobles moros: amigos de los buenos caballos, de las amplias casonas, de arcas con morrocotas, de sólidos zapatos ya ganado el descanso, de pendientes labrados y del buen yantar. Gustaban de lecturas y tertulias, de buenas amistades y paseos. En su mayoría eran liberales en ideas, algunos con sus ribetes de extremismos, fachendos que se gozaban con las proezas del Gran General. Eran hidalgos ricos que poseían relativa abundancia, que en medio de su vivir cristiano agudizaban su ingenio a costa del prójimo; practicaban el romanticismo político y amaban el literario. De su vida nos dejaron el empuje creador, que levanta haciendas, planta cafetales, construye trapiches y hace comercio. Algunos, conquistada la holgura económica, dieron cabida a escarceos pasionales que los llevaron por atajos prohibidos, iluminados con siniestros relámpagos de venganza y crueldad.

Pero esta aldea rica y liberal habría de trocarse, por diversos hechos e influjos, en una meca del conservatismo. Cuatro años hacía que rodaba su cuna de oro, cuando en 1870 vino como cura de almas el Padre Amador. A la egida de este varón ilustre se desató la inmigración del oriente de Antioquia; a su sombra fue penetrando a esta tierra esa raza vasca, la más blanca y fecunda, la más conservadora y rezandera de Colombia. Eran todos cristianos viejos, hidalgos pobres y abnegados, de luengos cuerpos enjutos, recios y sufridos, que acrecentaban las virtudes de s raza luchando con la ingratitud y aridez del suelo que abandonaban y que, al pisar este de promisión, gozaron de saludable cambio. También estos trajeron “el hierro entre sus manos”, el coraje indomable que alimentaba su corazón, el nervudo brazo listo y el espíritu tranquilo. Su austera vida de hogar solo era perturbada por el misterioso ruido de los marfiles y la expectante caída de los albures, porque estos varones han sido adoradores de la diosa suerte.

Este admirable grupo étnico recibido del oriente de Antioquia lo conserva intacto Pensilvania. Sus apellidos lo testifican: Alzate, Arce, Arredondo, Arbeláez, Arteaga, Arias, Aristizábal, Cardona (zarco y español), Betancur, Botero (de origen italiano), Bravo, Gallo (de origen inglés), Gómez, Giraldo, García, Duque, Castaño, González, Hoyos, Flórez, Herrera, Hernández, Jiménez, López, Maya, Murillo, Muñoz, Ocampo, Pérez, Ramírez, rodríguez, Salazar, Trujillo, Valencia, Vélez, Zuluaga, Yepes.

La inmigración fue primero lenta. Luego, cuando la guerra del 76, más intensa. Por último, fuerte para 1885. El cambio político del 86 concedió ciertos privilegios de mando al grupo conservador, pero sin olvidar el hecho de que el Estado de Antioquia tenía gobierno de esta índole de tiempo atrás, no obstante el imperio de una constitución radical.

Este cambio en Pensilvania, como es natural, produjo sus efectos y fue la emigración de familias fundadoras, que especialmente se retiraron a Florencia, Samaná, Marquetalia (Risaralda entonces), Victoria, Santa Rosa de Cabal y Pereira. A los primeros lugares llegaron con el mismo ímpetu creador de pueblos.

Y debe anotarse que como intermedio entre los grupos mencionados, vino otro procedente de Abejorral, compuesto por familias de Bedoyas, Garcías, Ospinas (ascendientes de quien escribe), Hurtados, Osorios, Pinedas, etc.

Todo lo dicho conviene a la recidumbre masculina, pero estos hombres de hogar y perfectos cristianos, llevaron siempre de su mano a la gentil compañera de sus goces y dolores, y a las núbiles doncellas, urnas sagradas de la vida, que ponían gracia en su hogar y aliento en el corazón de sus pretendientes, para mirar siempre el futuro.La abnegación y el heroísmo de estas mujeres hicieron posible la grandeza austera de Pensilvania.

Cualquiera sea el punto de Antioquia de donde procedan las gentes de Pensilvania, todas ellas son poseedoras de las virtudes de la raza, que en nada han menguado y que han contribuido -con el correr de los tiempos- a hacer la selección racial por excelencia que es el hombre caldense. Pensilvania, a pesar de factores adversos por su mediterráneo escondimiento, ha logrado avanzar lenta pera seguramente por la ardua senda del progreso. Menos en lo material que en lo intelectual. Merced a benéficos enlaces, la raza de hoy presenta un hermosos y envidiable conjunto étnico que florece y exulta en diversos campos: el noble agricultor, el honrado comerciante, los hombres de estudio, profesores, religiosos, abogados, médicos, ingenieros, agrónomos, químicos, literatos y santos sacerdotes. Y sobre toda esta pléyade, la mujer, la dulce y hechizante mujer, plena de gracia y de virtudes, que derrama sus dones en el hogar, en el magisterio, cerca a la cama del enfermo, junto a la cuna del niño, en los salones aristocráticos y que, como final presea, como novia, con su mirada prende hogueras en el corazón del hombre y subyuga voluntades”.

Comentario al texto de Bernardo Ospina. La historiografía actual plantea interpretaciones diferentes a la del escrito anterior sobre el proceso colonizador antioqueño, sucedido a partir de la segunda mitad del siglo XIX. Numerosos investigadores cuestionan la visión romántica de la colonización y la exaltación exagerada de las virtudes de la «raza paisa» y, por supuesto, el mismo concepto de raza que, a la luz de los conocimientos científicos, no se aplica a los seres humanos. Es evidente que la expresión «raza paisa» se impuso y aún hay quienes la defienden con insistencia. Sin duda el “mito de la raza antioqueña” contribuyó a fortalecer la identidad y el sentido de pertenencia de los antioqueños y sus descendientes.  Sin embargo, es preciso advertir que, cuando se exaltan, mitifican y sobredimensionan algunos rasgos de la identidad, se corre el riesgo de adoptar actitudes arrogantes y altaneras de rechazo a las diferencias, hostilidad e, incluso, violencia frente a otros grupos poblacionales, a los cuales se les califica como inferiores por el hecho de ser distintos.

Más allá de si se está de acuerdo o no con los planteamientos de Bernardo Ospina, lo que se quiere resaltar no es solo la escritura correcta, sino el hecho de que se trata de un texto que demuestra con creces la solvencia académica y la capacidad investigativa de su autor. Estamos frente a alguien que conoce a profundidad el pensamiento intelectual de su tiempo y sabe aprovechar las herramientas que le brindan las disciplinas históricas, sociológicas y antropológicas para indagar sobre el origen de Pensilvania y trazar el perfil de sus habitantes a mediados del siglo XX.